ARTÍCULO APARECIDO EN EL Nº 23 DE LA REVISTA SCRIBERE
Según Mark Twain «un clásico es un libro que todos alaban, pero que nadie lee». A lo que yo añadiría: «un libro que comienzas casi por obligación y que lamentas no haber leído antes». En este sentido, el título que este mes os recomiendo es un clásico entre los clásicos.
Confieso que me daba pereza leerlo. Conocía el argumento y no podía depararme ninguna sorpresa. (Cuenta la historia de un náufrago que llega a una isla solitaria donde un doctor experimenta con animales). Además, me parecía inevitable que una novela de ciencia ficción publicada en 1896 hubiera envejecido mal.
A pesar de todo, me impresionó desde el principio, pues descubrí uno de los mejores comienzos de novela que jamás había leído. Un prodigio de estructura que ningún escritor debería perderse. De forma rápida y directa, el autor va deslizando la información con una precisión matemática, provocando intriga en el lector desde la primera línea. Incluso en el lector descreído del siglo XXI.
Pero sobre todo me causó perplejidad. H. G. Wells anticipaba el final desde el principio, dirigiendo la curiosidad del lector hacia las vivencias del protagonista en ese intervalo de tiempo. Me pareció una apuesta arriesgada. Si el náufrago al final se salvaba, ¿qué se reservaba el autor para las últimas páginas?
Uno de los finales más desasosegantes de la literatura moderna
A mi juicio, lo mejor. Porque ese final no solo estuvo a la altura del inicio, sino que me enseñó una gran lección como escritora. Ese tipo de lecciones que solo aprendes de los clásicos, y que explican por qué merecen esa clasificación. Que el inicio y el final de una novela deben ser correlativos y formar un todo unitario. Wells no se limitó a condenar la ciencia sin límites éticos, encarnada en el doctor Moreau; sino que, a través de uno de los finales más desasosegantes de la literatura moderna, advirtió sobre el lado salvaje y oscuro de la naturaleza humana.
Al autor le inquietaba el rumbo que seguía la civilizada sociedad de su época, tan superior en apariencia por sus avances científicos. Y lo reflejó con claridad en obras como El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898). Por desgracia, la historia europea a partir de 1914 confirmaría lo acertado de sus intuiciones. Pero no todo está perdido, sus advertencias también pueden servir a la sociedad del siglo XXI. Esa es la clave de los libros clásicos, que sus lecciones son universales. Es una lástima que ya nadie los lea.