La literatura, el arte en general, puede ser una de las más formidables armas de guerra.
Por eso la Oficina de Propaganda de Guerra (abierta en el Reino Unido en septiembre de 1914) reclutó a escritores famosos. Como H.G.Wells, Kipling o Arthur Conan Doyle. Este último había tratado de alistarse en el ejército al estallar la I Guerra Mundial sin éxito, por culpa de sus 55 años. Pero Doyle no se resignó. Y se unió a la lucha de la mejor manera que sabía: escribiendo. Fruto de este empeño es el relato que os presento. Una rareza dentro de la saga del famoso detective Sherlock Holmes.
Primero, por su caracterización. El autor no descubre al detective hasta muy avanzado el relato (yo tampoco lo haré, para no estropearos la sorpresa). Y lo camufla tan bien, incluso para los lectores más aficionados a las peripecias del famoso investigador, que nos presenta una de las mejores interpretaciones de Sherlock Holmes. El lector tiene la sensación, durante una buena parte de la historia, de estar leyendo una obra de espías.
El último saludo antes de que caiga el telón
Pero sobre todo por su ambientación. Desde el inicio, el relato nos sitúa ante un final de ciclo; en varios sentidos. Doyle quiso que este cuento fuera el epílogo de su singular detective Sherlock Holmes. Por supuesto, no lo consiguió (la criatura era tan genial que estaba dotada de vida propia). Aunque hubiera sido una despedida a la altura de Holmes desde el mismo título. (El último saludo, hace referencia a la reverencia que hacían los divos del teatro al final de la función, antes de que cayera el telón). Pero el autor también quiso (y supo) reflejar el final de una época, a través de uno de los inicios más fascinantes y originales que he leído nunca. «Eran las nueve de la noche del día 2 de agosto, del más terrible mes de agosto de la historia del mundo.»