Solo un autor como Bradbury es capaz de convertir el horror en poesía.Porque la situación con la que comienza el cuento no puede ser más extrema. La explosión de una nave espacial dispersa a sus tripulantes por el espacio hacia una muerte segura. Pero no inmediata. Todos son conscientes de que van a morir. Unos estrellándose contra la Tierra, otros contra el Sol… Aunque sus cuerpos se irán distanciando, durante un tiempo permanecerán conectados por radio. Y, mientras esperan la muerte cayendo por el espacio dentro de sus trajes espaciales, se comunicarán entre sí a través de unos diálogos espléndidos.
En ellos Bradbury se muestra como un gran conocedor del alma humana. Y es que la proximidad de la muerte, por sí misma, no dignifica al hombre. Al contrario, lo vuelve mezquino, hace que pierda el control, que se desespere. Para el autor el hombre es grandioso a pesar de sus miserias, o precisamente por ellas. Por su capacidad para sobreponerse y distinguir “la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos de las grandes joyas del espacio”.
Todo tiene su poesía
Bradbury nos enseña que son ciertos pensamientos los que desgarran a Hollis, el protagonista, al hombre en general. Mucho más que las vicisitudes de la vida o los meteoritos, que lo despedazan poco a poco. (Primero le cortaron una mano, luego un pie… la sangre se le escapaba a chorros). Pensamientos como el deseo de compensar una vida terrible y vacía, de reparar la mezquindad de tantos años haciendo algo válido. Algo que lo convirtiera en un hombre diferente, pleno.
En este cuento Bradbury nos enfrenta a la necesidad del hombre de dar un sentido a su vida. Y lo hace con el lirismo de una prosa de gran belleza. Pues, como él mismo afirma en el cuento: todo tiene su poesía. Los astronautas que esperan la muerte diseminados en el mar oscuro del espacio, como niños perdidos en una noche fría. Stimson, que no participa en la conversación y se encierra en sí mismo como una almeja haciendo una perla. O el buen amigo de Hollis, Stone, acompañando para siempre al enjambre de diamantes y zafiros del grupo de meteoritos de Mirmidón. Como los restos del calidoscopio de un niño, piezas que en su día formaron algo coherente y que ahora se esparcen en el espacio.